Cita recomendada: Lucaioli, C. (2017) Repensando el imaginario colonial sobre los grupos indígenas del Chaco austral. Revista TEFROS, Vol. 15, N° 2, julio-diciembre:8-28.
Repensando el imaginario colonial
sobre los grupos indígenas del Chaco austral
Rethinking the colonial imaginary
about indigenous groups of Southern Chaco
Carina P. Lucaioli
Centro de Investigaciones Sociales-IDES/
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Argentina
Fecha de presentación: 13 de septiembre de 2017
Fecha de aceptación: 04 de diciembre de 2017
RESUMEN
Las representaciones tempranamente forjadas por los españoles sobre el espacio chaqueño –impenetrable, peligroso y desconocido– y sobre sus habitantes –guerreros ecuestres, cazadores recolectores y nómades– influyeron notablemente en el conocimiento de los grupos nativos y las políticas implementadas para intentar controlarlos. Mientras que la coyuntura histórica del siglo XVIII habilitaba un amplio abanico de formas de interacción entre indígenas e hispanocriollos, en donde los caciques podían elaborar estrategias únicas y originales; el imaginario colonial seguía sosteniendo en sus discursos modelos esquemáticos que reducían esa complejidad a unos pocos pares de opuestos: nómades/sedentarios; amigos/no amigos, reducidos/no reducidos. En este trabajo nos proponemos reflexionar sobre ese desfasaje entre las relaciones sociales e interétnicas entabladas por los nativos y las formas de conocer y aprehender al “otro” indígena durante la colonia. Asimismo, señalamos las dificultades analíticas que conlleva seguir pensando en los sujetos indígenas como miembros de grupos homogéneos y definidos por rasgos preconcebidos.
PALABRAS CLAVE: grupos indígenas – representaciones – relaciones interétnicas
ABSTRACT
Early representations that Spaniards forged over the Chaco region spaces - impenetrable, dangerous and unknown- and their inhabitants -equestrian warriors, nomadic and hunter-gatherers- have greatly influenced the knowledge regarding native groups and the policies implemented to attempt their control. While the historical context of the eighteenth century allowed a wide range of interactions between indigenous and Hispanic-Creole people, amongst whom the Cacique could elaborate unique and original strategies; colonial imaginary continued to sustain in its discourses schematic models which reduced that complexity to a few opposite pairs: nomadic/sedentary; friends/not friends, reduced/not reduced. In this work, we propose to reflect upon this contradiction between the social and interethnic relations pursued by the natives and the ways of knowing and apprehending the indigenous "other" during colonial times. Likewise, we point to the analytical difficulties that convey a line of thought which considers the Indigenous Peoples members of homogeneous groups defined by preconceived features.
KEYWORDS: Indigenous groups – representations – interethnic relations
INTRODUCCIÓN
La construcción del Chaco como un espacio reconocible y delimitado responde al proceso mismo de colonización del extremo sur americano y a la sed de riquezas de los conquistadores que, motivados por los posibles recursos en tierras aún inexploradas, avanzaron hacia el sur desconocido del espacio peruano. Las primeras exploraciones en la región demostraron que se trataba de una empresa menos prometedora que lo esperado y que la presencia de los numerosos grupos indígenas que allí habitaban haría difícil su conquista. Los intentos de anexar este territorio a la corona española y someter a los grupos nativos que tuvieron lugar en los siglos siguientes, no hicieron más que corroborar esa temprana sospecha sobre el espacio chaqueño. En cuanto a su definición, el término “Chaco” aparece en las fuentes desde fines del siglo XVI1 para designar una gran extensión de tierras caracterizada por la presencia indígena y la falta de control colonial sobre sus recursos. De esta manera, el Chaco fue desde sus inicios un territorio indígena definido en oposición al espacio ocupado por el avance español, el cual había sido anexado por mecanismos de conquista y al sucesivo emplazamiento de pueblos y ciudades durante la segunda mitad del siglo XVI. Nos referimos, principalmente, a las fundaciones de Asunción (1541), Santiago del Estero (1554), Tucumán (1565), Esteco (1567), Córdoba (1573), Santa Fe (1573), Salta (1582), Concepción del Bermejo (1585), Corrientes (1588) y Jujuy (1593) (ver Figura 1).
Figura 1: Mapa del Chaco Austral
Desde estas ciudades situadas a los márgenes de la ocupación colonial, comenzó a cobrar cuerpo en el imaginario hispanocriollo la noción de una “tierra adentro” –el Chaco–, entendida como un espacio indómito ocupado por numerosos grupos cazadores recolectores y cercado por las ciudades españolas. No obstante, acordamos con Giudicelli (2012) en que, si bien la fórmula “tierra adentro” se asienta en la oposición entre territorios colonizados y libres a la vez que refuerza la noción de “bolsones indígenas” insumisos, la realidad colonial se ajustaba mejor a la imagen de un puñado de establecimientos coloniales perdidos en medio de un “océano de indios”. Sin embargo, de esta manera, desde el plano de las representaciones, se asumía una postura más dominante frente a lo desconocido que la que permitía la realidad territorial e interétnica. La misma estrategia de simplificación discursiva sirvió para aprehender la situación étnica de los grupos chaqueños, los cuales a pesar de sus diferencias identitarias y culturales, fueron descriptos de forma genérica como “guerreros, infieles y enemigos” y denominados a partir de sus características culturales o lingüísticas compartidas como “frentones” o “guaycurúes” –entre los cuales se incluyeron los abipones, los mocovíes, los tobas, los mbayás y los payaguás-.
Con el correr de los años y el avance de la conquista se fueron reproduciendo y consolidando estas primeras impresiones sobre el territorio y los grupos nómades del Chaco, cristalizando la asociación de los guaycurúes con la tierra adentro, por un lado, y con la resistencia al avance colonial, por el otro. El dominio colonial había logrado afianzarse en los territorios ocupados por las ciudades y someter a algunos grupos indígenas que, presionados por otros grupos desde el interior del Chaco (Lucaioli, 2010), se habían acercado a las fronteras facilitando su incorporación –no libre de violencia– al aparato colonial por medio de las instituciones de las encomiendas y los pueblos de indios (Palomeque, 2000). La percepción del espacio quedaba así definida por el grado de dominio y ocupación que podían ejercer los colonizadores o, como han señalado otros autores, por la mayor o menor peligrosidad de cada uno de esos espacios (Areces, López, Núñez Regueiro, Regis y Tarragó, 1993).
Este modelo señala que, para el siglo XVII, la cuestión interétnica entre hispanocriollos e indígenas delineaba la conformación de tres espacios diferenciales: el núcleo urbano donde se desplegaban formas de interacción cotidiana gracias a la contraprestación de servicios con algunos pocos indígenas fuertemente aculturizados y mimetizados con la sociedad colonial; la frontera –entendida como área intermedia o “colchón”– en donde se alternaban las reducciones de indios calchaquíes y mocoretás (luego las de abipones y mocovíes) con las chacras y estancias; y, finalmente, el más peligroso de todos ellos, la tierra adentro, un espacio controlado exclusivamente por los grupos indígenas insumisos. De esta manera, aquellos grupos nativos que en el siglo XVIII continuaban resistiendo el embate colonizador sin sujetarse a los pueblos fronterizos, aparecían registrados en las fuentes con frases como las de “indios bárbaros”, “indios enemigos fronterizos”, “indios bravos e infieles del Chaco”, “indios a caballo”2. Todas estas formas de representación se asociaban a su vez a ciertas características comunes a los grupos insumisos, como el nomadismo, las prácticas guerreras y las estrategias económicas de caza y recolección; formando una suerte de diacríticos tan vinculados entre sí que la sola constatación de uno de ellos habilitaba la suposición de todos los demás y los posicionaba directamente en la etiqueta de “enemigos”.
En simultáneo a la representación de estos grupos nómades como guerreros, cazadores recolectores y enemigos del español, se forjó su contracara sobre los grupos sedentarios, entendidos como pacíficos, horticultores y posibles aliados de la corona (Vitar, 1997). Así, en el plano de las representaciones coloniales, la diversidad étnica y cultural de los grupos indígenas del Chaco se reducía a dos conjuntos de variables que puede sintetizarse en las fórmulas asiduas de “indios domésticos” e “indios rebeldes”3. Sin embargo, si atendemos al plano de las prácticas que son posibles de reconstruir a partir del análisis de los documentos, las relaciones interétnicas entre diversos grupos indígenas y también con los sectores hispanocriollos nos muestra un panorama sumamente complejo que no se deja ajustar en simples dicotomías. Ajustando la mirada al contexto reduccional del Chaco austral de mediados siglo XVIII, pudimos observar esa contradicción al identificar cómo algunos caciques y sus grupos de seguidores mantuvieron una sostenida interacción y convivencia con diferentes actores hispanocriollos –funcionarios, misioneros, comerciantes e intermediarios– mientras que otros optaron por mantener una mayor autonomía y oponerse activamente a los proyectos de colonización, ocupando el territorio aún no incorporado y, lo que es más sugestivo aún, cómo un mismo sujeto podía optar por alternar estratégicamente entre ambas posibilidades.
Si las fuentes apenas logran dar cuenta de las diversas formas de interacción entre caciques y funcionarios coloniales, limitando la originalidad de las estrategias de contacto al hecho de aceptar o no la vida en reducción; mucho menos elocuentes son los discursos coloniales respecto de las alianzas y acuerdos entre diversos caciques indígenas, lo que les permitía acercarse a las fronteras y gozar de algunos de sus recursos sin la necesidad de negociar paces directas con los hispanocriollos. Algunas menciones al pasar, los datos fragmentados y la atención sobre información secundaria nos han permitido detectar que la interacción entre indígenas e hispanocriollos desbordaba los canales que los funcionarios estaban dispuestos a reconocer públicamente y registrar en sus documentos escritos. Una de ellas, por ejemplo, era la innegable circulación pacífica de indígenas por las estancias y ciudades fronterizas, involucrados en intercambios de bienes y servicios. No menos frecuente pero igualmente silenciada era la presencia de hispanocriollos en tierra adentro, para conseguir recursos naturales, establecer intercambios o realizar expediciones de reconocimiento del territorio (Lucaioli y Enrique, 2017). Sin embargo, omitiendo los aspectos fácticos de estos encuentros, prevaleció en el discurso histórico sobre los grupos indígenas insumisos del Chaco un imaginario de guerra, violencia y salvajismo, y del territorio mismo como una geografía impenetrable, ignota y peligrosa que la mención de “tierra adentro” buscaba sintetizar.
Ya ha sido puesto en relieve que estos discursos, lejos de ser ingenuos, sostenían y propiciaban determinadas formas de accionar sobre los grupos indígenas legitimando el avance de la colonización4. Sin embargo, aún no hemos explorado lo suficiente sobre las consecuencias impuestas por la hegemonía de este imaginario en relación al estudio de las relaciones interétnicas durante el siglo XVIII. Por ello, proponemos volver una vez más a las fuentes documentales para cuestionar el imaginario colonizador sobre los grupos indígenas insumisos y sobre la tierra adentro durante el período colonial. Tomando como caso de estudio las reducciones de abipones del Chaco austral de mediados del siglo XVIII, buscamos contraponer el plano de las representaciones con el de las relaciones sociales entabladas por individuos de carne y hueso, para dar cuenta de ciertas incongruencias entre los discursos socialmente aceptados y reproducidos y las prácticas efectivamente desplegadas en las fronteras del Chaco. Creemos que atender a este tipo de procesos permitiría comenzar a desmantelar formas históricas de invisibilización de determinados actores sociales, cuya reflexión no solo es importante para conocer mejor el proceso de colonización de nuestro actual territorio argentino, sino también para vislumbrar ciertas continuidades con los lugares asignados a los grupos indígenas en los contextos de surgimiento y consolidación del estado nación y en la actual República Argentina.
LAS FRONTERAS SANTAFESINAS DEL SIGLO XVIII
Durante el período colonial, los grupos abipones ocuparon la región austral del Chaco, cubriendo en sus circuitos de movilidad la amplia llanura que se extiende de norte a sur entre los ríos Bermejo y Salado y, de este a oeste entre el eje fluvial de los ríos Paraná-Paraguay y las sierras subandinas. Eran grupos cazadores y recolectores nómades organizados en unidades familiares flexibles que comúnmente coincidían con grupos políticos no centralizados, donde cada individuo tomaba la decisión de unirse o no a las filas de un determinado cacique en función de sus relaciones de parentesco o afinidad, lo que resultaba en un dinámico transcurrir de fusiones y fisiones sociales5. Cada una de estas unidades mantenía estrechos contactos con los caciques de otros grupos étnicos de la región –y luego también con los españoles–, ya sea por medio de alianzas, de intercambios comerciales o matrimoniales o mediante la guerra y las fricciones sociales y políticas (Saeger, 2000).
La movilidad territorial, la economía cazadora recolectora, la organización social flexible, la institución de la guerra y otros aspectos culturales como el tipo de vivienda, vestimenta y alimentación –en gran parte incomprendidas–, fueron interpretados por los colonizadores europeos en términos de ausencia. Se describió al nomadismo como falta de pueblos fijos, se asoció la caza y la recolección con dificultades para la previsión, la organización política con la ausencia de gobierno y a las prácticas guerreras con el descontrol, la deslealtad y la incapacidad de entablar diálogos diplomáticos. En términos generales, la cultura nativa fue ubicada del lado opuesto a la civilización6. De esta manera, en el imaginario europeo los abipones se definían por el carácter guerrero y la tenaz resistencia a la colonización y ocupación del espacio chaqueño7. Así, se habló de su “bárbara naturaleza”8, de la “ferocidad de los indios infieles”9 y su “inclinación a la libre vitalidad”10, que los convertía no solo en “enemigos capitales del nombre español”11 sino también de los indios amigos, reducidos en pueblos o asimilados de diversas formas a la corona española.
La presencia de estos grupos ecuestres en el interior del Chaco era motivo de preocupación para los vecinos coloniales. Hacia mediados del siglo XVII, cuando los abipones apenas frecuentaban las fronteras, los jesuitas encabezaron un primer intento de reducción en el interior de Chaco y, aunque en un principio hubo ciertos adelantos, el proyecto no prosperó por la falta de doctrineros y las dificultades de sostener una misión aislada de otros centros urbanizados (del Techo, [1673] 2005). Esta experiencia, un intento fallido de reducir a los mocovíes en Tucumán12 y el fracaso de instalar enclaves coloniales en tierra adentro13, evidenciaron la imposibilidad de la colonia de apropiarse de este espacio y someter a sus habitantes. A medida que los guaycurúes se involucraron en el mercado ganadero –trocando animales por bienes deseables–, los caminos internos del Chaco se volvieron más peligrosos y se sucedieron asaltos, malones y muertes en las fronteras14. Los ataques indígenas –o el temor a que ocurrieran– fueron repelidos con entradas punitivas y guerras, alimentando un espiral de violencia creciente y sin aparente solución.
Hasta bien entrado el siglo XVIII, las fuentes transmiten la preocupación de los hispanocriollos por posibles enfrentamientos con los grupos nómades, por las falencias defensivas de las ciudades, la falta de recursos y las dificultades para afianzar la línea de fronteras. Sin embargo, son parcas en el registro de otras formas de interacción, como el intercambio de bienes o la prestación de servicios con los grupos indígenas autónomos, que tuvo lugar de forma paralela y silenciosa en las fronteras del Chaco. Este silencio cobra sentido si se considera que la mayoría de esas transacciones ocurría al margen de la legalidad –que prohibía el comercio con los indios– y, además, se desenvolvía en redes de contactos interpersonales y privados. La sucesión imperceptible de estas relaciones conformó la bisagra que finalmente posibilitó torcer los vínculos hacia la diplomacia. Sin preámbulos ni anticipaciones en los documentos, encontramos que en el año de 1734 se celebró un primer acuerdo de paz con los indios abipones “…que eran los que más oprimían a los vecinos de la ciudad de Santa Fe”15. Aunque desconocemos los términos del tratado, aparentemente se habría realizado cumpliendo en parte el protocolo tradicional, que incluía la entrega de bienes y objetos de valor para respaldar la negociación16. Sin embargo, “…se declara que la paz con los abipones no es seguro por haberla ofrecido algunos grupos, en tanto que otros continúan con robos e insultos”, además, de que
(…) no se puede afianzar de las promesas de su amistad por la inconstancia de sus genios, y poca estabilidad para permanecer en ella, lo que precisa a vivir con el cuidado conveniente para evitar cualquier estrago repentino, como ha sucedido recientemente en el partido de la ciudad de Córdoba, provincia del Tucumán, a donde he tenido noticia que otros indios de diversa parcialidad han ejecutado muchas muertes17.
Es decir que los funcionarios hispanocriollos reconocían el carácter endeble de los acuerdos y, también, que la negociación de la paz era acotada al grupo que la celebraba y no incluía a todas las parcialidades18 ni a otras jurisdicciones coloniales. A partir de este momento, ya no podía pensarse a los abipones y mocovíes solo en términos de amigos o enemigos de los hispanocriollos; distintos caciques adscribían alguna de estas opciones y, por lo que vemos en las fuentes, podían cambiar de parecer de un momento a otro sin previo aviso. De la misma manera, el “mundo hispanocriollo” no era percibido como un todo homogéneo, donde las negociaciones con alguna ciudad se hacían extensibles de forma directa con las otras. Más allá de la fuerza real y coactiva de los cuerdos diplomáticos –cuyos alcances ya fueron cuestionados (Nacuzzi y Lucaioli, 2008)– las negociaciones se realizaban entre grupos acotados y definidos y no en términos de grupos étnicos de mayor alcance.
La novedosa amistad de Santa Fe con algunos caciques abipones y mocovíes y el comercio que mantenían, generó malestar en otras ciudades vecinas que denunciaban que a partir de entonces los guaycurúes amigos habían volcado sus ataques hacia esas fronteras19. Durante varios años, Córdoba y Santa Fe mantuvieron pujas políticas en torno a la cuestión indígena. Santa Fe deseaba mantener la amistad que había logrado establecer con los grupos del Chaco, aunque Córdoba responsabilizaba a esa amistad por las hostilidades que recibían en sus fronteras (Areces et al., op cit.). En la búsqueda de soluciones para este conflicto, surgió la propuesta de establecer reducciones para estos grupos que aprovecharía la amistad ventajosa con Santa Fe para convencer a los indígenas y los reduciría a pueblo, limitando las incursiones sobre otras fronteras. Las mismas estarían situadas en la jurisdicción de Santa Fe, pero mantendrían una tutela conjunta con Córdoba y, sobre todo, con el Colegio Jesuita situado en esta última ciudad que se encargaría de los misioneros y la administración de los pueblos. Esta medida coincide con la implementación de las reformas borbónicas y la actitud generalizada de la corona española de promover el avance de las fronteras sobre aquellos espacios que aún no habían podido incluirse al mapa colonial y la incorporación definitiva de los grupos indígenas insumisos.
La confluencia entre los lineamientos del estado colonial y las negociaciones locales con los grupos indígenas, resultó en la fundación de San Javier, emplazada en la jurisdicción de Santa Fe en 1743. Si bien fue proyectada para mocovíes, un considerable número de abipones frecuentaban la reducción y se familiarizaron con las nuevas formas de vida. Durante las siguientes dos décadas, se fundaron cuatro reducciones más para abipones: en 1748 se instaló el pueblo de San Jerónimo, también en Santa Fe; en 1749, Santiago del Estero gestionó la reducción de Concepción; un año después, en 1750 se fundó San Fernando en la jurisdicción de Corrientes; y, más tardíamente, Asunción promovió la instalación de la precaria reducción del Santo Rosario o Timbó en 1763. Mientras algunos caciques con sus familias se instalaban en esos pueblos, muchos otros continuaban viviendo tierra adentro, enemistados con las ciudades coloniales y otros grupos indígenas reducidos en diversos espacios del Chaco y en las misiones guaraníticas del Paraguay. Sin embargo, en una fecha aún temprana como fue 1750, así se dio a conocer la noticia por parte de los jesuitas:
La bárbara y ferocísima nación abipona, que mucho hace era azote cruelísimo de las ciudades de Santa Fe y de las Corrientes en la Gobernación del Río de la Plata, de la Asunción, Capital del Paraguay y de las de Córdoba y Santiago del Estero en esta de la del Tucumán, han rendido su indómita cerviz al yugo suave del evangelio, y al amble dominio de VM20.
Mirado desde esta óptica discursiva, podría pensarse que finalmente la colonia había logrado reducir y dominar a los abipones ahora redistribuidos en los pueblos fundados para ellos. Sin embargo, este objetivo estaba lejos de ser alcanzado: ni las misiones del Chaco lograron proyectar el ideal religioso, ni los abipones abandonaron el nomadismo por la vida en pueblos fijos. En los hechos, sólo unos pocos individuos permanecieron en las reducciones mientras que otros muchos, que iban y venían entre estos enclaves y el Chaco no conquistado, irrumpían sobre las ciudades y estancias de las fronteras.
DEL IMAGINARIO A LA COTIDIANIDAD
Las crónicas jesuitas como gran parte de la bibliografía académica producida para la amplia región del Río de la Plata, coinciden en mostrar a las misiones guaraníes del Paraguay como íconos de la conversión, la lucha contra los infieles y el avance civilizatorio. Para ello, se han resaltado diferentes aspectos, como su estabilidad, la densidad demográfica, el alto índice de conversiones, el éxito de la empresa civilizatoria en cuestiones de producción agrícola-ganadera y la enseñanza de oficios y de diversas manifestaciones artísticas. Sin embargo, este paradigma y el discurso que lo sostuvo están siendo cuestionados. Si se atiende al hecho de que no todos los guaraníes abrazaron la religión cristiana, que la conversión no era una condición irreversible para los bautizados o que los pueblos albergaban a otros muchos grupos indígenas no guaraníes, el imaginario sostenido en torno a las misiones jesuíticas comienza a resquebrajarse (Wilde, 2011) y, con él, la tajante oposición entre “indios amigos reducidos” e “indios rebeldes libres” en que descansaba el proyecto colonial.
Sin embargo, durante el siglo XVIII esas contradicciones quedaron invisibilizadas detrás del discurso jesuita que sostenía que reducir a pueblo a los infieles constituía la mejor estrategia de gobierno frente al problema de los grupos insumisos del Chaco. El nomadismo dificultaba la aplicación de otras políticas de control; de allí que sedentarizar a los guaycurúes de tierra adentro fuera una de las prioridades tanto de los jesuitas como de los funcionarios involucrados. Radicarlos en pueblos permitiría controlar a los grupos libres, disminuir la violencia en las fronteras y despoblar el territorio del Chaco para lograr su ocupación efectiva. A los ojos jesuitas, el sedentarismo conformaba la piedra angular para la adquisición de prácticas civilizatorias, las actividades agrícolas y el adoctrinamiento religioso. Además, emplazados en las fronteras y de cara a la tierra adentro, estos pueblos funcionarían como antemural y defensa a las ciudades, amortiguando los ataques de los grupos hostiles del Chaco (Areces et al., op cit.; Saeger, op cit.). Ante la falta de puestos defensivos y la escasez de recursos materiales para hacer frente a los malones y asaltos de los grupos guaycurúes, las reducciones ofrecían en teoría una solución integral a todos estos problemas. Por ejemplo, en el segundo punto de las capitulaciones acordadas con motivo de la fundación de Concepción, se señala entre las obligaciones de los abipones
Que han de mantener paz con todos los pueblos y gente española, y que harán guerra ofensiva y defensiva a toda nación que la tenga con los expresados españoles, y que en caso de que alguna nación o naciones, en mucho o en poco número de indios insultaren la provincia por el territorio que ellos están, o estuvieren, en reducción han de ofender la entrada a los insultadores a fuerza de armas, dando puntual aviso al Señor Gobernador y Capitán General o su lugarteniente más inmediato de toda novedad que se ofrezca y que siempre los defenderemos con buena voluntad y prontitud en su buena correspondencia21.
A cambio, los funcionarios y vecinos debían abastecerlas económica y militarmente –al menos en sus inicios–; sin embargo, solo en contadas ocasiones recibieron la ayuda que se había pactado (Dobrizhoffer, [1784] 1969; Paucke, [s/f] 2010). En líneas generales, los jesuitas adjudicaban el fracaso de las reducciones –el abandono de los pueblos y el retorno a las armas– a la desidia y falta de apoyo de los funcionarios y vecinos hispanocriollos.
Si bien es cierto que la entrega de ganados y objetos apreciados por los abipones había servido como anzuelo para atraer a los caciques al trato diplomático, es arriesgado circunscribir la movilidad indígena una vez reducidos a la falta de donativos y recursos en las misiones. Los abipones supieron zanjar de diversas maneras la aparente contradicción entre permanecer “libres” o “reducidos”, oscilando estratégicamente entre ambas opciones según la ocasión, la coyuntura o los intereses particulares. Tal es así que en ninguna de las cuatro reducciones –incluso en San Jerónimo que estuvo habitada permanentemente y mantuvo estables algunas familias completas– se logró erradicar el nomadismo y la movilidad. Los documentos dan cuenta de numerosas partidas de caciques con fines políticos y diplomáticos para establecer alianzas o zanjar conflictos22, de hombres que salían en partidas de caza o en asuntos de guerra23, de excursiones para la recolección de miel, algarroba y frutos silvestres24, y también, de familias enteras que regresaban tierra adentro para reencontrarse con los suyos, celebrar ceremonias, trasladar los restos de sus difuntos a sus territorios tradicionales o, simplemente, como medida profiláctica frente a los brotes de epidemia (Susnik, 1971; Saeger, op cit.).
En este sentido, las reducciones funcionaban como sitios estables o campamentos base25 en los que los abipones podían detenerse y gozar de sus beneficios –campos de pastoreo, corrales, sembrados, protección– sin renunciar a la movilidad. En ocasiones, estas salidas transitorias habrían sido toleradas e incluso incentivadas por los misioneros como formas complementarias de acceso a los recursos o como permisos especiales para alivianar las presiones impuestas por la reducción26. Asimismo, algunos caciques utilizaron el recurso de despoblar las reducciones como forma de protesta para atraer a las autoridades al diálogo y renovar los acuerdos establecidos27.
Bien implementada, la movilidad constituía una herramienta eficaz para la consecución de beneficios y ofrecía un amplio abanico de posibilidades a los indígenas reducidos. Por otra parte, la agregación de nuevos habitantes a estos pueblos aparentemente podía realizarse en cualquier momento y sin mediar demasiado protocolo. Las fluidas relaciones interétnicas entre los guaycurúes, permitían también que algunos caciques abipones se relocalizaran en los pueblos fundados para mocovíes y a la inversa. De esta manera, familias enteras de indígenas libres se incorporaban esporádicamente a las reducciones disponibles por diversos motivos. Podía ser que los atrajera el alimento fácil y seguro, pero no era menos frecuente que usaran estos enclaves como sitios de refugio y protección cuando se encontraban en aprietos con otros grupos indígenas del Chaco o con las milicias hispanocriollas en alguna parte de las fronteras. Se trataba, casi siempre, de una amistad efímera y oportunista ofrecida en situaciones específicas, que solía desvanecerse con la solución de los conflictos personales y el regreso a tierra adentro. Los jesuitas reconocían la fragilidad de estas adhesiones y, sin embargo, poco podían hacer para evitarlo28. De forma unánime –aunque motivados por distintos intereses–, jesuitas e hispanocriollos preferían al indio reducido en lugar de libre, de manera que estaban condicionados a aceptar la llegada de estos grupos, aunque luego no tuvieran herramientas para retenerlos en los pueblos. Por parte de los indígenas implicados, un aspecto crucial descansaba en que la localización en una reducción brindaba protección inmediata a los agregados: las milicias coloniales no podían atacar estos espacios y, en caso de que el peligro viniera desde tierra adentro, los abipones reducidos podían solicitar ayuda colonial para la defensa del pueblo. De esta manera, algunos de los abipones que ofrecieron mayor resistencia a la colonia aprovecharon esta paradoja institucional para instalarse en las reducciones de manera intermitente y protegerse de las consecuencias bélicas de sus propias acciones.
Todas y cada una de estas situaciones –las estrategias de movilidad y el ritmo acelerado de agregación y desagregación poblacional– promovían el mantenimiento de los lazos sociales con los abipones no reducidos, a pesar de que en teoría los misioneros regulaban el contacto tanto con la sociedad colonial como con los indios insumisos. El trato de los hispanocriollos con los indígenas se prohibía para evitar el mal ejemplo que podían brindarles y, también, porque los misioneros buscaban evitar que los comerciantes se aprovecharan de ellos proponiendo intercambios poco ventajosos para los indígenas. De esta manera, los visitantes ocasionales solo podían entrar en los pueblos por razones de extrema necesidad y muñidos de un permiso especial firmado por el teniente de gobernador que avalara el ingreso; así y todo, solo podían entablar relaciones con los misioneros y permanecer un máximo de tres noches en la reducción (Paucke, [s/f] op cit., pp. 223 y 375). Por su parte, igual de peligrosos se consideraban los contactos con los indios insumisos no reducidos, dado que podían tentarlos a abandonar los pueblos, incitarlos a las incursiones contra las fronteras o simplemente volver a vivir con los suyos tierra adentro. De todos modos, estas medidas preventivas eran difíciles de llevar a la práctica, sobre todo cuando mediaban intereses comerciales que involucraban tanto a los hispanocriollos, los indios reducidos y los que permanecían libres al interior del Chaco. Estos intereses se hicieron visibles, por ejemplo, cuando los hispanocriollos asentados en las cercanías de las reducciones se volvieron potenciales compradores del ganado ofrecido por los abipones. Tal es así, que los abipones libres que realizaban incursiones en las fronteras habrían usado como intermediarios a los parientes reducidos para encauzar el comercio del botín. De hecho, las reducciones contaban con corrales y sitios de pastoreo, recursos imprescindibles para las actividades ganaderas pero difíciles de combinar con la vida nómade; es posible que los abipones insumisos proveyeran de animales a los caciques reducidos que luego lo reinsertarían en el comercio colonial (Lucaioli y Nesis, 2007). Los eslabones de esta cadena de relaciones entre los abipones libres y los reducidos no era un aspecto desconocido por los misioneros:
De esta nación se fundaron tres reducciones poco antes del año de cincuenta en la frontera de tres ciudades Santiago, Santa Fe y Corrientes. Quedaron unas familias alzadas en sus propias tierras, estas hostilizan, matan, roban cuanto pueden, y como los indios de las tres reducciones son poco menos malos que los alzados, convidados los acompañan, los ayudan y participan de los robos y muertes29.
Lo cierto es que también los jesuitas y funcionarios aprovecharon en numerosas ocasiones la fluida comunicación y contacto de los caciques amigos con los insumisos, los cuales transmitían mensajes y actuaban como embajadores de paz. De esta manera, gracias a la movilidad y el contacto con los indios libres, los caciques reducidos podían informar sobre los planes y los movimientos no sólo de los indígenas de tierra adentro, sino también de las acciones que libraban en el Chaco otras ciudades coloniales; tal como lo deja ver la siguiente cita:
En esa inteligencia, y en la que es muy conveniente para proceder con toda justificación sobre las tolderías que han acometido esas atrocidades, el expresado jefe deberá solicitar todas las noticias concernientes en los pueblos de San Javier de la nación mocoví, y de San Jerónimo de los abipones, porque los moradores de éstos, como son de las mismas naciones que los que pueblan el Chaco, y tienen frecuente comunicación con ellas por estar más cercanos, se las darán individuales, las que deberá comunicar al maestre de campo de Corrientes, del mismo modo que éste comunicará al de Santa Fe las que hubiera adquirido de los indios de San Fernando30.
También se esperaba que los caciques reducidos ejercieran influencia en las decisiones de los insumisos, atrayéndolos a las reducciones. Estos servicios de “embajadores”, que precisaban de movilización hacia la tierra adentro no solo eran tolerados y digitados por la colonia, sino que solían retribuirse con bienes como la yerba, el tabaco, herramientas, telas y vestidos (Dobrizhoffer, [1784] op cit.). Ya sea por encargo de los funcionarios, ya por los propios intereses indígenas, todas estas situaciones señalan una fluida y estable relación entre reducidos y no reducidos, aunque las estrategias de movilidad y el pasaje de un estado a otro por parte de los individuos dificultan el trazado de una clara línea divisoria entre ambas categorías. De esta manera, la interacción envolvía directa e indirectamente a toda la población indígena en la esfera misional. Desde esta óptica, las presiones coloniales superpuestas y contradictorias en torno a la movilidad, lejos de condicionar y limitar las respuestas indígenas, ofrecieron un campo flexible y versátil a partir del cual los grupos abipones pudieron adaptarse a la nueva coyuntura y desplegar estrategias originales sin la necesidad de optar de forma definitiva entre la opción de reducirse o no.
REFLEXIONES
En este trabajo hemos intentado abordar el espacio chaqueño no conquistado desde la doble perspectiva de los imaginarios coloniales y las prácticas, sabiendo que se trata de una empresa difícil por lo poco que se conoce aún sobre los grupos que ocupaban la tierra adentro del siglo XVIII. Por otra parte, atender a las prácticas desde la óptica de las relaciones interétnicas –es decir, entre grupos que se reconocen como distintos– supone nuevas dificultades en tanto entendemos que las relaciones entabladas por los actores sociales individuales de ninguna manera se ajustan únicamente a los límites delineados por la identidad étnica; sin embargo, durante el período colonial la etnicidad era un diacrítico difícil de sortear. Circunscribir la interacción en términos étnicos implicaría pensar en grupos homogéneos, en respuestas en bloque y en decisiones unánimemente consensuadas. Por el contrario, los documentos históricos que hemos analizado nos acercan numerosos ejemplos que resquebrajan esta supuesta unidad e ilustran un amplio margen de maniobra individual o de pequeños grupos liderados por un cacique, capaces de encauzar las más diversas estrategias de interacción frente a las nuevas coyunturas políticas.
Esas decisiones individuales y únicas para cada caso se circunscribían, no obstante, dentro del abanico de posibilidades de cada grupo étnico en diálogo con los demás. Para decirlo más claro aún, un líder abipón podía vivir en los centros urbanos o las reducciones, ser íntimo amigo de las autoridades coloniales y adoptar los modismos hispanocriollos, pero nunca dejaría de ser un indígena, altamente mestizado si se quiere, pero indígena al fin frente a los ojos españoles. Y si bien es posible rastrear muchos ejemplos de este tipo, más allá de estas individualidades y matices y por sobre todo obviando el hecho de que las reducciones de abipones permanecieron pobladas hasta la expulsión de los jesuitas en 1767, prevaleció sobre abipones un discurso colonial hegemónico ligado a la guerra, la violencia y la infidelidad31. Por otra parte, como hemos señalado anteriormente, este discurso del indígena enemigo de la corona se hallaba íntimamente asociado a la caracterización de un territorio que se mantenía autónomo al control colonial. La tierra adentro y los indígenas que allí habitaban no podían pensarse bajo otros términos por fuera de la resistencia que sustentaba su “autonomía”, factor común que los oponía al espacio conquistado y al “indio sometido”.
Aquí hemos enfocado la mirada en las reducciones jesuíticas creadas para los grupos abipones, entendiendo que se trataron de instituciones claves en los procesos de conformación de las fronteras y aunaron los esfuerzos de colonización de la región chaqueña. En el imaginario colonial –y en el discurso oficial–, las reducciones simbolizaron la batalla contra la infidelidad y condensaron las esperanzas de civilizar a los bárbaros, someter a los rebeldes y sedentarizar a los nómades; es por ello que más allá de las visibles dificultades, el proyecto de fundarlas para los indios guaycurúes del Chaco movilizó la colaboración conjunta entre jesuitas e hispanocriollos. Sin embargo, las reducciones propiciaron en los hechos contextos complejos y mestizos para la elaboración de estrategias indígenas que no necesariamente se inscribieron dentro de los objetivos para las que fueron creadas. Los líderes de los grupos indígenas involucrados que se acercaron a pedir pueblos fueron capaces de evaluar y aprovechar estas complejas coyunturas coloniales para encauzar, de la mejor manera posible, sus conflictos e intereses. Así, quienes optaban reducirse lo hacían en forma particular o en función de pequeños grupos familiares y, por lo general, mantenían estrechos vínculos con otros grupos indígenas libres. Sumado a ello, habitar en una reducción no clausuraba la opción de volver al interior del Chaco en caso de deseo o necesidad; incluso luego de haber recibido el bautismo o de haberse iniciado el proceso de la evangelización, el abandono de los pueblos era una decisión sobre la cual los curas doctrineros tenían poca o nula injerencia y carecían de la fuerza de coerción necesaria para retenerlos32. De esta forma, hasta los caciques más leales a la colonia y apegados a la vida en reducción, circularon con notable libertad a lo largo y a lo ancho del territorio chaqueño. En esa movilidad –que traspasaba los límites de lo teóricamente aceptable y permitía vehiculizar numerosas estrategias políticas, sociales y económicas–, se encuentra una de las claves de la resistencia y la autonomía de los grupos abipones durante el período colonial. Estas estrategias conducen a pensar que la pauta común de estas reducciones se acercaba más a la movilidad social, demográfica y territorial que al sedentarismo, la homogeneidad étnica y la estabilidad, el discurso que intentaba proyectar en el imaginario colonial.
La documentación producida en la esfera del proyecto misional contribuyó a reforzar la representación del universo colonial a partir de una doble oposición. La primera, entre los grupos reducidos y los indios libres y, la otra, entre un espacio colonizado y otro de uso exclusivo de los indígenas no reducidos. De esta manera, el complejo panorama de los grupos nativos se reducía a una variable fundamental: o bien se trataba de grupos “amigos” que habían asumido diversas formas de control radicándose en pueblos de indios y manteniendo relaciones estrechas y pacíficas con la sociedad hispanocriolla –como se dijo de los guaraníes del Paraguay–; o bien, eran “enemigos”, bárbaros e infieles que se mantenían autónomos política y territorialmente y ofrecían resistencia al avance colonial –como se pensó a los guaycurúes del Chaco en general–. A esta visión dicotómica entre indios amigos y enemigos de la corona, se superpuso aquella representación igualmente fracturada del espacio según la cual se oponía un territorio de dominio hispanocriollo –dominado por las ciudades de Salta, Santiago del Estero, Córdoba, Santa Fe, Corrientes y Asunción– a aquel otro reconocido como tierra adentro, el Chaco propiamente dicho, cuyo dominio hegemónico correspondía a los grupos indígenas cazadores y recolectores libres. En medio, un espacio de frontera en donde se concentraban las relaciones interétnicas públicamente reconocidas entre indígenas e hispanocriollos y, las reducciones, como el enclave paradigmático de esta convivencia e interacción.
El enfoque microhistórico utilizado en las últimas décadas para el análisis de las fronteras permite cuestionar la ficción de estas dicotomías y los riesgos analíticos que conlleva su reproducción. La mirada puesta en la interacción, entendida como acciones históricamente situadas entre distintos actores indígenas e hispanocriollos, permitió identificar numerosas estrategias de contacto que no se ajustan a las fórmulas “indios amigos reducidos” e “indios enemigos libres”. Esperamos haber señalado las contradicciones que conlleva pensar a los grupos abipones en términos dicotómicos: ¿“amigos o enemigos”, “reducidos o libres”, “cristianos o infieles”, “resistencia o dominación”? Entre estos opuestos se abría un abanico de posibilidades que permitía matizar la violencia con la paz, el sedentarismo con la movilidad y el mestizaje con la identidad étnica indígena. Las reducciones fueron espacios que propiciaron la conjunción de elementos coloniales e indígenas. Por ello, se ofrecen como el mejor escenario para comprender los procesos de aculturación antagónica entre los grupos abipones, que resistieron desde el entorno de las reducciones la dominación política de la colonia durante todo el siglo XVIII.
Por último, sostenemos que el silenciamiento sistemático de las estrategias indígenas que escapaban del imaginario socialmente compartido ha permitido convertir en hegemónico –desde los primeros años del contacto colonial– el discurso hispanocriollo de la historia de la conquista y la colonización del territorio rioplatense, invisibilizando la acción indígena. A medida que sumemos investigaciones que consideren la complejidad social y política de la historia, recuperen la perspectiva indígena sobre estos sucesos y reconozcan el protagonismo de los grupos nativos, podremos comenzar a atender estas voces acalladas y saldar una deuda aún vigente con nuestros pueblos originarios.
NOTAS
1 Según Tissera (1972), la aparición más temprana en las fuentes del vocablo “Chaco” aparece en el año de 1589, en donde se registró “Chaco Gualambo” para designar la enorme planicie territorial que se extendía hacia el este del Tucumán.
2 Ver, por ejemplo, documentos varios en Charcas 199, Charcas 283, Charcas 325 –entre muchos otros–, en Archivo General de Indias (en adelante AGI).
3 Varios documentos en Charcas 283, AGI.
4 Ver, por ejemplo, Gullón Abao (1993), Sainz Ollero (1995), Vitar (1995 y 1997), Lucaioli (2009) y Giudicelli (2012).
5 Varios autores que han estudiado a los grupos cazadores recolectores de la región platina durante el siglo XVIII advierten que la efectividad de las unidades políticas residía en el aspecto flexible y endeble de la organización social, en tanto permitía su segmentación en unidades menores o bien la fusión en grupos más amplios (Susnik, 1972; Braunstein, 1983; Vitar, 1997; Saeger, 2000).
6 Las representaciones e imaginario europeo sobre el territorio y los grupos indígenas insumisos han sido analizados por Sainz Ollero (1995), Vitar (1995), Wright (1998), Lois (1999), Lucaioli (2009) y Giudicelli (2012).
7 Incluso la bibliografía académica clásica sostenía que el ethos guerrero guaycurú guiaba y limitaba las formas de relacionamiento interétnico (Kersten,[1905] 1968; Susnik, 1972; Clastres, 1977; Saeger, 2000).
8 Manso, Lima 30-11-1745, Buenos Aires 49, AGI.
9 Angles, Salta 21-5-1736, Buenos Aires 301, AGI.
10 Ceballos, Corrientes 8-9-1758, Corrientes 3-3-6, Archivo General de la Nación (AGN).
11 Misiones de indios, Córdoba 1-8-1750, Charcas 215, AGI.
12 Nos referimos al intento de reducción de los mocovíes organizada por Ángel de Paredo a fines del siglo XVII (ver Lucaioli, 2010).
13 Un ejemplo paradigmático fue la ciudad fronteriza de Concepción del Bermejo, despoblada en el año de 1632 por los continuos ataques de los grupos guaycurúes.
14 Ejemplos de estos conflictos se narran Córdoba 10-1-1689, Charcas 283; AGI, Salta 6-1-1692 Charcas 283; Actas del Cabildo de Santa Fe 3-2-1689, AGI.
15 Salcedo, Buenos Aires 20-7-1734, Buenos Aires 523, AGI. Otros documentos señalan que el acuerdo incluyó a caciques mocovíes: Acta del Cabildo de Santa Fe 27–6-1741; Misiones de indios, Córdoba s/f, Charcas 215, AGI; Vera Mujica, Santa Fe 29-8-1753, Santa Fe 4-1-2, AGN. De hecho, la bibliografía académica ha reproducido esta fecha como el inicio de las negociaciones que, tras nueve años de concertaciones diplomáticas, habrían desembocado en la fundación de San Javier. Sin embargo, los datos con los que contamos para ese período no evidencian cambios significativos respecto a la violencia interétnica de años anteriores, lo que permite por el momento descartar la hipótesis de una tendencia homogénea de los mocovíes hacia la paz.
16 Señala “…haberse puesto particular cuidado para complacer a los indios con varias cosas de lo que más apetecen”. Salcedo, Buenos Aires 20-7-1734, Buenos Aires 523, AGI.
17 Acta del Cabildo de Santa Fe, 5–8-1734.
18 El término parcialidad es usado en las fuentes como sinónimo de “grupos cacicales” en algunos casos o “subgrupos étnicos” en otros. Un análisis de las parcialidades abiponas ha sido propuesto por Lucaioli (2011).
19 Gobierno Tomo 3, legajo 103, Archivo Histórico Provincial de Córdoba.
20 Querini, Córdoba del Tucumán 1-12-1750, Charcas 385, AGI.
21 Capitulaciones, Santiago del Estero 15-1-1750, Ms 508 (33) Doc. 1002.Biblioteca Nacional de Río de Janeiro.
22 Frente a la amenaza de un ataque de los abipones rebeldes sobre San Jerónimo, “Ychoalay [cacique de San Jerónimo] (…) se apresuró a acudir al teniente de Gobernador de Santa Fe y le pidió con ahínco las ayudas debidas a la amistad y a las justas promesas” (Dobrizhoffer, [1784] 1969, p. 152).
23 “Acaeció que unos indios de dicho pueblo [de San Fernando] se fueron a potrear, juntáronse con a estos otros del pueblo de San Jerónimo entre ellos el cacique principal de dicho pueblo llamado Francisco” (Patrón, Corrientes 8-9-1758, Corrientes 3-3-6, AGN).
24 El Consejo de India reconoce las dificultades de manutención de los pueblos “…y la facilidad con que por falta de ellas se vuelven los gentiles al Chaco, en tiempos de algarrobas, miel y otras frutas de que abunda” (Consejo de Indias, Madrid 6-3-1767, Buenos Aires 18, AGI).
25 Nacuzzi (1998), basándose en su estudio sobre los tehuelches de la Patagonia, describió como campamento base al tipo de asentamiento indígena que nucleaba a varios grupos, duraba varios meses y en el cual los hombres dejaban a sus mujeres, niños y ancianos mientras salían por tiempo variable en partidas de caza, comercio o robos, luego de las cuales regresaban.
26 Paucke ([s/f] 2010), por ejemplo, permitía a los indios reducidos adentrarse al Chaco a celebrar sus ceremonias y “borracheras” de algarroba luego de haber cumplido con las cosechas en los terrenos de la misión.
27 Klain, Corrientes 11-11-1758, Corrientes 3-3-6, AGN.
28 Así advertía el cura de San Fernando al gobernador de Buenos Aires sobre la incorporación de abipones rebeldes al pueblo: “…lo que yo de mi parte puedo es decirles, que no se persuada Vm que estas gentes hayan de parar, y quedar quietas y unidas por mucho tiempo en este pueblo” (Navalón, San Jerónimo 14-9-1756, en Actas del Cabildo de Santa Fe, sesión del 22-9-1756).
29 Capítulo de carta del Padre Provincial de la Compañía de Jesús, 17-2-1764, Buenos Aires 49, AGI.
30 Instrucción, San Borja 6-2-1759, Buenos Aires 18, AGI.
31 En un interesante trabajo sobre los grupos matará, Judith Farberman (2011) ha señalado este mismo desfasaje entre los hechos históricos y los discursos fuertemente asociados al esquema “grupos sedentarios, cultivadores, pacíficos, amigos”. La autora también señala en ese caso que es justamente el análisis de las estrategias interétnicas lo que permite evidenciar la dificultad de pensarlos como grupos homogéneos y autodefinidos por rasgos colonialmente impuestos.
32 Wilde (2011) señala esta misma realidad para los habitantes de las misiones de los grupos guaraníes, consideradas el mejor y más estable logro de los jesuitas en el Río de la Plata.
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