El territorio como espacio de construcción de identidad en la historia argentina desde una perspectiva interdisciplinaria,
de Edgardo Santiago Salaverry y Viviana Esther Fernández, Revista TEFROS, Vol. 21, N° 1, artículos originales,
enero-junio 2023: 185-200. En línea: enero de 2023. ISSN 1669-726X
Cita recomendada:
Salaverry, E. y V. Fernández. El territorio como espacio de construcción de identidad en la historia argentina desde una perspectiva interdisciplinaria, Revista TEFROS, Vol. 21, N° 1, artículos originales, enero-junio 2023: 185-200.
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The territory as a space for identity construction in Argentine history from an interdisciplinary perspective
O território como espaço de construção identitária na história argentina a partir de uma perspectiva interdisciplinar
Edgardo Santiago Salaverry
Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina
Contacto: edgardosalaverry@hotmail.com – ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4090-1984
Viviana Esther Fernández
Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina
Contacto: vivianaunlp@hotmail.com – ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4093-1961
Fecha de presentación: 2 de marzo de 2022
Fecha de aceptación: 25 de agosto de 2022
Resumen
El análisis de la identidad del pueblo argentino como una construcción histórica, política, social, cultural y territorial, nos invita a una revisión crítica de la “historia oficial” desde una perspectiva interdisciplinaria. La apropiación del espacio devenido en territorio se transforma en la impronta material y tangible de las identidades donde cada una de las sociedades que lo habitan se encargan de configurarlas y reconfigurarlas a lo largo del tiempo. Con la consolidación del Estado moderno durante el siglo XIX fueron aplicadas políticas que garantizaban el acatamiento de un orden establecido, con la prescripción de elementos simbólicos que respondían a un modelo de identidad con un marcado vestigio europeo. La omisión de la identidad indígena como parte de nuestra entidad como pueblo, invisibiliza esta matriz originaria y fragmenta nuestra propia historia. Desde el aporte teórico conceptual de la Historia y la Geografía como Ciencias Sociales; el presente trabajo propone un análisis del proceso de construcción de nuestra identidad nacional, poniendo en cuestionamiento el etnocentrismo impuesto por las clases dominantes, para reivindicar la configuración de una estructura de identidad signada por la diversidad cultural.
Palabras clave: Identidad; territorio; territorialidad; diversidad cultural.
Abstract
The analysis of the identity of the Argentine people as a historical,
political, social, cultural and territorial construction invites us to a
critical review of the "official history" from an interdisciplinary
perspective. The appropriation of the space turned into territory is
transformed into the material and tangible imprint of the identities where each
of the societies that inhabit it are in charge of configuring and reconfiguring
them over time.With the consolidation of the modern
State during the 19th century, the policies implemented guaranteed compliance with an established order, with the prescription of symbolic elements that
responded to an identity model with a marked European vestige. The omission of
indigenous identity as part of our entity as a people makes this original
matrix invisible and fragments our own history.From
the conceptual theoretical contributions of History and Geography as Social
Sciences,this paper proposes an analysis for the construction process of our national identity, by
questioning the ethnocentrism imposed by the dominant classes, in order to vindicate the configuration of an identity structure marked by
cultural diversity.
Keywords: Identity; territory; territoriality;
cultural diversity.
Resumo
A análise da identidade
do povo argentino como uma construção histórica, política, social, cultural e
territorial nos convida a uma revisão crítica da "história oficial" a
partir de uma perspectiva interdisciplinar. A apropriação do espaço transformado
em território se transforma na marca material e tangível das identidades onde
cada uma das sociedades que o habitam se encarrega de configurá-las e
reconfigurá-las ao longo do tempo. Com a consolidação do Estado moderno no
século XIX, aplicaram-se políticas que garantiram o cumprimento de uma ordem
estabelecida, com a prescrição de elementos simbólicos que respondiam a um
modelo identitário marcadamente europeu. A omissão da identidade indígena como
parte de nossa entidade como povo torna essa matriz original invisível e
fragmenta nossa própria história. A partir do aporte teórico conceitual da
História e da Geografia como Ciências Sociais, este artigo propõe uma análise
do processo de construção de nossa identidade nacional, questionando o
etnocentrismo imposto pelas classes dominantes para reivindicar a configuração
de uma estrutura identitária marcada pela diversidade cultural.
Palavras-chave: Identidade; território;
territorialidade; diversidade cultural.
La construcción de la identidad
La identidad es la representación de quienes somos como individuos dentro de una comunidad, donde adquirimos rasgos culturales en un proceso de construcción y de aprendizaje social. Al ser la identidad una representación que adquiere cada sujeto mediante una toma de conciencia, podemos afirmar que la identidad es una construcción social. Para la socióloga Maribel Arancibia Almendras (2015), la “identidad es un constructo social, ya que cada cultura construye su identidad a partir de prácticas y valores, los cuales se adquieren en los procesos de socialización y resocialización por los que los individuos pasan en su entorno cultural”.
Existen muchas identidades de acuerdo con el contexto en que nos situamos como individuos, como grupo o como parte de una clase social determinada.Dentro de los elementos que ayudan a construir la identidad se encuentra “la historia de los miembros de la comunidad y sus rasgos culturales como elidioma, la religión, las tradiciones, las costumbres, etc.” (Geertz, 2000, p. 13). En las sociedades tradicionales, la identidad cultural de sus integrantes no daba lugar a dudas: su mundo sociocultural era prácticamente su mundo y si estaban en contacto con otras sociedades, sus diferencias eran explicadas mediante una definición teocéntrica.
Con el surgimiento de los Estados nacionales las sociedades modernas se tornaron más complejas y heterogéneascomo consecuencias de las migraciones masivas; de esta manera la población comienza a conformarse por grupos de diversos orígenes, como sucede en Argentina. A la heterogeneidad interna de cada país materializada en una matriz originaria bi o tri nacional que aún conserva su vigencia en descendientes de los pueblos indígenas, se debe sumar la dinámica migratoria emprendida a partir de la conquista y la irrupción de la globalización en las últimas décadas como modelo de homologación cultural que transgrede la conciencia de las identidades nacionales.
Este nuevo modelo de identidad revalida
(…) la representación que tienen los sujetos sociales de manera individual o colectiva de la posición que ocupan en el espacio social y de su relación con otros agentes que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio. Por eso, el conjunto de representaciones que, a través de las relaciones de pertenencia, definen la identidad de un determinado sujeto nunca trasgrede los límites de compatibilidad definidos por el rol y/o posición que ocupa en su contexto social (Giménez, 2000, p. 70).
Esto reafirma que las identidades constituyen una construcción social que cambia a lo largo del tiempo sufriendo transformaciones en distintos contextos históricos y espaciales con ritmos disímiles que le otorgan su propia impronta. La realidad de cada comunidad pertenece al mundo simbólico de los actores sociales que la constituyen, consolidando construcciones mentales que responden a realidades simbólicas que vigorizan las creencias y valores que hacen a las representaciones colectivas.
Esta identidad dinámica guarda una estrecha relación con el “multiculturalismo “, es decir, la existencia de varias culturas en un mismo territorio en una permanente búsqueda de proteger la convivencia de la diversidad. Esto se refiere no solo a las diferencias culturales entre naciones o pueblos, sino a la heterogeneidad cultural existente en el seno de una misma sociedad, como parte del conocimiento y el respeto de los pueblos y sus diferencias. Esta identidad entendida como un principio de cohesión interiorizada por cada grupo condiciona la vida social de cada territorio.
El territorio como espacio de identidad
El estudio de la sociedad desde las Ciencias Sociales analiza múltiples procesos y conflictos que protagonizan los grupos humanos, en un determinado contexto histórico, político, social, económico, tecnológico, cultural y espacial que los tiene como protagonistas.La construcción y deconstrucción del espacio que habitan devenido en territorio, constituye como categoría de análisis la impronta material y simbólica de los procesos sociales cuya transformación responde a distintos factores que intervienen a lo largo del tiempo. Para priorizar el análisis de estos cambios y continuidades que resignifican el proceso de organización del espacio, debemos trabajar la construcción del territorio como un espacio social que da lugar en su historia a la configuración de distintas territorialidades atravesadas por distintos contextos. Desde sus orígenes la conformación del territorio se instauró como un espacio de lucha y reivindicación donde “(…) algunos hitos históricos dinamizan [una determinada] continuidad o suspenden la misma. El tema más importante está referido a la cosmovisión, fuente de todo ordenamiento territorial, social, económico, cultural y legal comunitario” (Flores, 2010, p. 7).
La palabra “territorio” ha sido utilizada en los estudios geográficos de manera muy descuidada, constante y hasta redundante. En la actualidad ha recuperado su valor como categoría de análisis en muchas otras disciplinas de las Ciencias Sociales como la Sociología, Antropología, Psicología, Trabajo Social, Historia y las Ciencias Políticas. Según Alejandro Benedetti (2009, p. 2)
(…) cuando un término se transforma en herramienta heurística, es decir en un instrumento científico para analizar la realidad; la cantidad y complejidad de los significados suele ser todavía mayor. Los nuevos significados asociados al término territorio todavía no fueron cuantificados; y es la Geografía la disciplina que, en las últimas dos décadas, ha realizado el mayor esfuerzo por proponer nuevas definiciones de territorio.
Desde una perspectiva crítica, el espacio es considerado como un producto histórico y una construcción social, resultado de complejas relaciones y decisiones humanas en distintos contextos, lo cual lo convierte en un ámbito de permanente transformación. En esa construcción social se materializa una apropiación diferencial por parte de las sociedades, apropiación en la que son fundamentales las relaciones de producción y de poder que se van modificando a través del tiempo. Cada espacio de la superficie terrestre, afirman Capel y Urteaga, “adquiere una configuración y una organización social determinada en función de las sociedades que lo habitan, cuyos agentes valoran y transforman la naturaleza conforme a sus intereses de acuerdo al momento histórico (...)” (Capel y Urteaga, 1991, p. 36).
Desde una perspectiva geográfica agregan los autores, el concepto territorio no se centraliza exclusivamente en la Geografía como disciplina, sino en todo discurso que de manera directa o indirecta, busca dar explicaciones ciertas sobre las características que tiene la superficie terrestre, a partir de su organización material y sus formas de apropiación concreta o simbólica por parte de la sociedad o de determinados sujetos sociales. El territorio como una jurisdicción viene de la tradición jurídico-política y fue elaborada en paralelo a la formación de los Estados nacionales.
Desde fines del siglo XIX el pensamiento geográfico concibe al territorio como un espacio o “área de ejercicio soberano, exclusivo y excluyente, de un Estado nacional” (Benedetti, op. cit., p. 2). En este sentido, el geógrafo argentino Carlos Reboratti sostiene que el territorio constituye un espacio concreto en el cual pueden identificarse dos características básicas: la ambiental y la organización territorial. En la construcción del territorio se mezclan elementos específicamente naturales y otros que son el producto de la actividad humana. Este conjunto complejo es el producto de la interacción entre la sociedad y su ambiente a lo largo de muchos años, y resulta de una superposición de rasgos propios de diferentes momentos. Todos los territorios no son de conformación instantánea y atemporal, sino un palimpsesto de marcas de diferentes momentos, que subsisten, algunas muy fuertemente, algunas casi invisibles. Es sobre ese palimpsesto donde la nueva definición territorial de la sociedad va a generar cambios al introducir nuevas racionalidades en la organización de dicho territorio.
En suma, la organización del territorio limita y condiciona, hasta cierto punto, la propia actividad del grupo social que intenta controlarlo (Reboratti, op. cit., p. 1). Ese intento de controlar el territorio establece una relación dialéctica entre la naturaleza y la sociedad cuyo resultado es “la territorialidad (otro concepto que subyace en el texto) que define el modo de apropiación de esa porción de espacio, es decir el grado de control o poder que ejercen los distintos actores sociales” (Vargas Ulate, 2012, p. 27).
La materialización de los procesos sociales hace del territorio un espacio de apropiación marcado por los conflictos que generan los distintos intereses y ponen de manifiesto las relaciones de poder. En ocasiones esta apropiación perdura en el tiempo y otras veces es transitoria y fluctuante, por eso en la actualidad hablamos de la “territorialidad” como proceso de construcción dinámico y permanente del territorio. La “territorialidad” como concepto es propuesto por primera vez en 1986 por el geógrafo estadounidense Robert Sack, según el cual
“(…) el territorio sería un producto espacial de una determinada relación social: la territorialidad. A diferencia de la territorialidad vista como estrategia de adaptación animal regida por comportamientos innatos, en esta propuesta se considera una estrategia consciente, movida por la voluntad y según ciertas pautas socioculturales, orientada a controlar e incidir sobre las acciones de otros, tanto en lo que respecta a las posibilidades de localización cuanto a las de circulación” (Sack, 1986, p. 17).
Esto implica que la territorialidad constituye una estrategia de un individuo o grupo social capaz de afectar, influir o controlar personas, fenómenos y s relaciones, a través de la delimitación y ejerciendo control sobre un área geográfica denominada territorio. De esta manera, el territorio como espacio apropiado se convierte en un medio de subsistencia, de abrigo y refugio, una fuente de recursos, un valor de cambio, un área funcional y utilitaria. Bajo esta perspectiva asumimos que el espacio no es sólo un dato, sino un recurso escaso debido a su finitud intrínseca y por ello, un objeto en permanente disputa dentro de las coordenadas del poder. Pero cuando se lo considera como un lugar donde se inscribe la historia, se transforma en un patrimonio valorizado referente de la identidad del grupo social que lo ocupa, acuñándole un capital simbólico.
La internalización de la cultura como objeto de representación y apego afectivo integra al sistema una realidad territorial interna e invisible que hacen a la consolidación de la identidad socio-territorial. Desde sus orígenes la constitución del espacio devenido en territorio es compleja y desigual y supone la interrelación de diversas variablesque, según Pillet Capdepón, hacen a“la identidad de los grupos de acuerdo a las clases sociales, roles de género, aspectos étnicos, creencias y rituales”; como parte de la naturaleza de su propia cultura (Pillet Capdepón, 2004, p. 17).
Identidad e historia
Los pueblos libres entienden su identidad en el conocimiento de su pasado y la construcción de su presente como parte de su historia.El relato de nuestro origen como pueblo, se caracteriza por una mirada de la elite que impuso una “Historia oficial” centrada en corrientes historiográficas, cuyos puntos de partida son:
· El "descubrimiento" de América y la conquista española que nos dio el idioma, la religión, las primeras instituciones, las formas de producción ganadera, etc.
· La creación del Virreinato del Río de la Plata (1776), y la centralización del puerto de Buenos Aires.
· La Revolución de Mayo y la formación del Primer Gobierno patrio.
· La consolidación de la Argentina moderna en 1880, cuando se conforma el Estado Nación.
Sin embargo las nuevas corrientes nos plantean que nuestra historia alcanza sus comienzos con la llegada de los primeros hombres al continente americano. El reconocimiento de un pasado indígena y un presente mestizo molestó mucho a los criollos de la Colonia, porque significaba ser parte de los vencidos por los españoles, con todas las características que ellos les atribuían a los indios, tales como idólatras, vagos, salvajes y ladrones. Bajo esta lógica occidental eurocéntrica, las argumentaciones escritas por parte de funcionarios de la Corona y misioneros religiosos proclamaban el dominio colonial como propósito de alcanzar un objetivo civilizatorio mediante la fe. La homologación de “los indios” como dominados tuvo como intención desacreditar las entidades identitarias y utilizar estas diferencias para generar quiebres y divisiones entre los pueblos que facilitó su dominación.
En la "época independiente" continuaba siendo un deshonor tener antepasados indígenas, por ello en el siglo XIX las políticas migratorias se centraron en una convocatoria a europeos a habitar el suelo argentino. Con Roca y su conquista se produjo el genocidio indígena, que en nuestra historia oficial se celebra por haber asegurado los territorios de la Patagonia para Argentina frente a las pretensiones chilenas, a costa de haberlo dejado, entonces sí, un verdadero desierto por el exterminio de la población originaria (Pérez, 2016, p. 5).
En la actualidad a pesar de ser ignorados y marginados durante siglos, aún existen indígenas en Argentina que exponen un debate público sobre la “cuestión indígena” aún pendiente, pero en pleno curso. Con un reclamo permanente de respeto por su identidad, muchos descendientes de los pueblos originarios que habitaban nuestro suelo continúan conservando rasgos de su cultura y formando parte del pueblo argentino. La trasmisión de la lengua, costumbres, rituales y tradiciones de generación en generación les permitió salvaguardar su propia historia a través de relatos; mientras la historia oficial narrada desde afuera y atendiendo otros intereses, no reconoce el importante lugar que tienen en nuestra construcción cultural como pueblo.
La construcción de la historia como relato de identidad
La Historia entendida como una construcción deliberada del pasado de un grupo social, afirma Pilar Pérez, contribuye a fortalecer o debilitar la identidad nacional de acuerdo a las reivindicaciones, intencionalidades y olvidos. Si bien historia es todo lo que pasó, la narración de lo que sucedió queda sujeta a una mirada subjetiva que toma algunos datos como importantes y descarta otros, ya sea por decisiones de poder o por intereses particulares.
Pero también existe en cada pueblo una memoria colectiva que circula en paralelo con la Historia, aunque los historiadores la consideran “no científica”, pero es válida para muchas personas que sienten que el relato oficial desconoce elementos significativos de su pasado. Esos recuerdos parciales y fragmentados también son importantes para la conformación de la identidad de un pueblo, porque irrumpe la uniformidad de los relatos y contribuye al aporte de otra mirada. La percepción subjetiva que hacemos de nosotros mismos, poco tiene que ver con los genes que portamos y muchas veces constituye la lectura de quienes somos, quienes hemos sido y quienes queremos ser.
La diversidad de fuentes sustenta la identidad desde las diferencias, “soy yo porque soy parte del mundo, pero porque soy diferente de todo. Existo para testimoniar que todo lo otro que existe es diferente a mí. (…). Existir es ser diferente; de aquí que no sea posible existir sino en el modo de identidad” (Feimann, 2004, p. 4).
El proceso de conformación del pueblo argentino tiene sus orígenes en la radicación de pueblos originarios en las tierras del Sur de Abya Yala, actualmente América del Sur. Con la llegada de los españoles comienzan importantes flujos migratorios de otros continentes que dieron espacio a la conformación de una sociedad heterogénea.
En la etapa poscolonial la falta de conexión entre las distintas regiones del país con el consecuente aislamiento de algunos espacios, impidió la formación un sentimiento nacional que convocara la diversidad cultural reinante en todo el territorio. Durante la etapa independentista tiene lugar la organización de un país asentado en un extenso territorio con escasa población y en el que tanto indígenas como gauchos fueron catalogados de “salvajes o bárbaros” por las clases dominantes que impulsaban la llegada de inmigrantes europeos. La resignificación del “nosotros” y “ellos” en la semántica discursiva levantó una barrera divisoria entre los grupos de pertenencia y los enemigos internos de la construcción nacional.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, en plena etapa agroexportadora, la producción agropecuaria y el intercambio con el mercado externo pone al país como proveedor de materias primas en una división internacional del trabajo impuesta desde los países centrales. Una vez puestas en marcha las economías regionales junto a un mercado nacional, se sumaron a la población importantes contingentes de inmigrantes con orígenes, lenguas y tradiciones bien diferentes. De este modo, sostiene Eggers-Brass (2014), se configuró una población muy heterogénea a la que se consideró necesario homogeneizar para lograr un sentido de identidad nacional.
Según Castoriadis, con el triunfo de la burguesía capitalista, después del S XIX aparece la “indiferenciación cultural” de la sociedad y se establece una separación completa, una escisión entre un público cultivado al cual se dirige un arte “sabio” y un “pueblo” que está reducido a alimentarse de algunas migajas caídas de la mesa cultural burguesa. Esto tenía como objetivo desintegrar y destruir las formas originarias de expresión como manera de dar muerte a las tradiciones que daban registro de pasado ancestral. “Las políticas aplicadas bajo el modelo de un Estado moderno garantizaban el acatamiento al orden establecido, a través de algún grado de consenso o aprobación por parte de las personas que brindan su obediencia” (Castoriadis, 1988, p. 3). Estas medidas apoyadas por un amplio sector de la población, contribuyeron a establecer pautas culturales a partir de simbolismos cargados de significado, a través de representaciones simbólicas tales como objetos, comportamientos, prácticas, usos y costumbres que fueron cobrando un valor cultural.
La creación de una identidad nacional, es decir un sentido de pertenencia a una sociedad territorialmente delimitada por medio de una lengua común, una cultura y expectativas de futuro compartidas; trajo consigo las bases de aceptación del sistema capitalista ya conformado y percibido por todos como un orden natural. Para ello el Estado desplegó un sistema educativo que se convirtió en la principal herramienta de control simbólico, con el objetivo de homogeneizar la sociedad argentina, creando ideales compartidos que daban sensación de igualdad; y por otro lado profundizó la problemática indígena con el avance sobre sus territorios en Patagonia y Chaco con el propósito de otorgar la propiedad privada de grandes extensiones de tierra a un sector dirigente de la sociedad. De esta manera, se llevó adelante el avasallamiento de territorios inscriptos por una historia originaria cuyas dimensiones trascendían el valor material de la tierra para conformar un patrimonio simbólico cultural por ser la tierra de sus ancestros, su recinto sagrado, la “Pacha/mama” con sus elementos naturales que hacen a su organización social, política, económica y espiritual.
El establecimiento de elementos simbólicos que sustentaban la idea de “grandeza nacional”, “igualdad ante la ley” y “progreso”, constituyópara los pueblos indígenas y los gauchos una tragedia y para las grandes masas de inmigrantes una promesa incumplida, como preámbulode una marcada desigualdad social. La formación de esta identidad cultural fue moldeada a luz de las ideas positivistas signadas por uniformidad y homogeneidad, con una mirada eurocentrista que negaba nuestro pasado indígena.
Así comienza a escribirse una historia que omitía nuestro origen para atender la voz de las clases dominantes dando lugar, en palabras de Aníbal Quijano, a “una historia oficial que utilizó el ocultamiento y el mutacionismo a la hora de ser escrita”. Sesgada por una “asimilación acrítica y la referida subordinación a la hegemonía occidental, esta historia ha logrado construir con su relato un racismo solapado bajo una matriz étnica que continúa reproduciendo la lógica colonial” (Quijano, 2000, p. 47).
En los últimos años, gracias al aporte de la Antropología y la Etnohistoria podemos observar que nuestra historia es más antigua que la planteaba por los historiadores del siglo XIX y nos remonta a los primeros habitantes de nuestro suelo; cuya sangre mezclada con la de los europeos llegados siglos más tarde constituye la amalgama de nuestra identidad. Este pasado indigenistahace mestizo nuestro origen por la amalgama con europeos y africanos, estos últimos prácticamente diezmados en las luchas por la independencia.
El relato de una Historia argentina eurocentrista, occidental y cristiana impone la visión del conquistador y el imperialismo. La labor llevada a cabo durante muchos años de marginación, aniquilamiento y explotación de las poblaciones originarias, formaron parte de las políticas de Estado. Las “campañas del desierto” en búsqueda de un desplazamiento de la frontera interna, dieron lugar a un “colonialismo interno” cuyo objetivo era uniformizar la cultura, con el acuerdo de las clases dirigentes.
A partir de las últimas décadas del siglo XX, se acentúa con la globalización lo que Quijano denomina como un “neocolonialismo cultural” signado por una fuerte dependencia económica, tecnológica y cultural que trasgrede la identidad nacional. Es importante destacar que la formación de la Nación no fue el resultado exclusivo de la guerra contra la dominación colonial sino también la construcción de un Estado a partir de tensiones y pujas tanto concretas como simbólicas.Impuesta la globalización como modelo a escala planetaria, el influjo de la posmodernidad se hace pragmático en una homogeneidad cultural como producto de una retórica de prácticas hegemónicas que configuran nuevas construcciones identitarias globales. Así, en pleno auge del lema neoliberal con sus políticas de derribar las fronteras se buscó obstruir los efectos vigentes del modelo nacionalizador como parte de un nuevo paradigma cultural.
La configuración de los territorios como espacios simbólicos, supone la selección por parte de los grupos hegemónicos de poder de qué recordar, qué olvidar y qué silenciar. Pero la identidad no es monolítica ni estática, sino plural y dinámica, y requiere de la creación y la creatividad. Como parte de una construcción colectiva, nos convoca a una revisión de nuestro pasado como sociedad buscando alcanzar nuestros orígenes. Sin dudas, la etimología de los pueblos se perpetúa en su identidad, y es su propia historia la que sustenta su trascendencia; y tal como afirma Pilar Pérez (op. cit., p. 8)., “pobre del pueblo al que otro le escribe su historia”.
Igualdad en la diversidad como alegato de la identidad
Cuando hablamos de identidad debemos plantear la diversidad cultural y con ella las políticas de Estado para homogenizar una sociedad multiétnica, mediante la cohesión social, la configuración del territorio y el etnocentrismo. La identidad como construcción social “es inseparable de la idea de cultura” debido a que los valores, usos y costumbres, tradiciones, prácticas sociales y relación con el ambiente, constituyen la base de su esencia como sociedad (Arancibia Almendras, op. cit., p. 8).
La diversidad en términos sociales hace referencia a la diferencia o distinción entre personas, la variedad, la infinidad o la abundancia de características diferentes, la desemejanza, la disparidad o la multiplicidad de las mismas. Estas diferencias hacen de la identidad un proceso de reconocimiento subjetivo capaz de “transformar los datos en valores” en una selección, jerarquización y codificación “que marca simbólicamente una auto-identificación” que vigoriza una activa participación comunitaria en un emergente “contexto de intersubjetividades” (Giménez, op. cit., p. 68). El respeto por la diversidad nos otorga la posibilidad de tener el acceso a las riquezas culturales que constituyen un patrimonio que pertenece a todos los seres humanos.
Sin embargo, existen mecanismos culturales que tienen como propósito la cohesión social que estimula e impone un criterio de identidad mediante prácticas socialmente compartidas, tales como el lenguaje, las tradiciones, las costumbres, rituales, etc. en el marco de un fuerte “etnocentrismo” que logra imponerse. Este término fue creado en 1906 por el sociólogo estadounidense William G. Sumer para señalar una característica que parece universal: evaluar al otro con valores de mi propio grupo que se entiende como superior a los demás.
El etnocentrismo es el término técnico para la recepción de las cosas según la cual nuestro propio grupo es el centro de todo y todos los otros grupos son medidos y evaluados en relación con él. Cada grupo nutre su propio orgullo y vanidad, se jacta de ser superior, exalta sus propias divinidades y considera con desprecio a los extranjeros. Cada grupo piensa que sus propias costumbres son las únicas buenas y si observa que otros grupos tiene otrascostumbres, estas provocan su desdén (García, 2014, p. 61).
El etnocentrismo favorece el sentido de pertenencia de los individuos a su sociedad y refuerza los mecanismos de integración social. El sentido de superioridad de determinados grupos sociales que han sido exacerbados frecuentemente en la historia de vencedores y vencidos. Aún en la actualidad supuestos motivos raciales, educativos, sexuales, religiosos y culturales conducen a la intolerancia extrema, la discriminación, el rechazo y la violencia entre grupos, avalados muchas veces por políticas estatales. Este pensamiento lo podemos ver claramente a lo largo de nuestra historia con claros ejemplos en las ideas de Sarmiento de “civilización y barbarie”, caracterizando a nuestros pueblos indígenas como bárbaros, salvajes, y a su territorio, como un desierto que debía ser civilizado, planteando el exterminio como solución para conformar nuestra identidad nacional y delimitar un territorio nacional (Eggers-Brass, op. cit., p. 32).
Como fue planteado anteriormente cuando hablamos de identidad y diversidad cultural debemos hablar también de territorio y la conformación del Estado-nación como entidades regentes de su apropiación y organización. Pensar el Estado puede resultar poco original para los historiadores, pero sigue siendo una de los temas centrales de la historiografía contemporánea, que nos permite reflexionar acerca de los mecanismos utilizados por las instituciones para legitimar su poder a través del control social, avasallando la multiculturalidad. Desde el aporte de la Geografía, podemos agregar que la emergencia del Estado-nación surge como el fundador del orden político moderno cuyo poder es desempeñado en el control del territorio y las poblaciones que lo habitan.
La construcción de la identidad nacional en nuestro país constituyó un proceso signado por el contexto social, político, económico y cultural de las clases dominantes; cuyas decisiones llevaron a la invisibilización de los pueblos originarios, hasta conseguir apartarlos del relato histórico. La presencia indígena fue percibida y construida como una amenaza para la integridad nacional, para el desarrollo socio-económico y como símbolo de atraso en el progreso civilizatorio. La conformación del Estado Nación sentó sus bases en el avance sobre los pueblos originarios, considerados “el enemigo interno” que impedía la construcción del territorio argentino.
Pero de situarnos en quimeras es posible atisbar la importancia de revisar definiciones y comprender que “las identidades emergen y varían con el tiempo, [porque] son instrumentales y negociables, se retraen o se expanden según las circunstancias y a veces resucitan” (Giménez, op. cit., p. 69). De este modo, es momento de llevar adelante un proceso de transformación que tenga por objetivos alcanzar el bien común y el fortalecimiento de las regulaciones que garanticen los derechos de todos y todas los/las habitantes de nuestro país.
La pluralidad cultural y étnica deberá ser un elemento presente en la construcción de una institucionalidad incluyente que contemple la [multiculturalidad] en todos los ámbitos de la cuestión pública.
Para que la [multiculturalidad] sea genuina se debe asentar en un enfoque dinámico, histórico, de reconocimiento de las relaciones sociales conflictivas, atravesadas por múltiples determinaciones, y debe haber un Estado presente que haga valer los derechos de los Pueblos Indígenas ante el poder de las corporaciones económicas, políticas y judiciales (González, Katz, Mendoza y Wamani, 2019, p. 82).
Consideraciones finales
La identidad del pueblo argentino entendida como una construcción histórica, política, social, cultural y territorial, constituye el resultado de un largo proceso histórico cuya mirada sesgada y parcial nos otorga un relato incompleto que excluye y olvida una parte de nuestra herencia identitaria. Si consideramos que la pertenencia consiste en la inclusión de todos los individuos de un grupo, esta inserción se lleva adelante "mediante la asunción de algún rol dentro de la colectividad o mediante la apropiación e interiorización, al menos parcial del complejo simbólico–cultural que funge como emblema de la colectividad en cuestión" (Giménez, op. cit., p. 72). Esto implica que hay dos niveles de identidad, el que tiene que ver con la mera adscripción o membrecía de grupo y el que supone conocer y compartir los contenidos socialmente aceptados por el grupo; es decir, estar conscientes de los rasgos que los hacen comunes y forman el "nosotros".
La conformación del territorio nacional transforma en el escenario material tangible donde se materializan y visibilizan las expresiones simbólicas identitarias como manifestación explícita del tramado espacio-temporal; perpetuando los rasgos distintivos que constituyeron el proceso histórico originario. Con la constitución del Estado moderno fueron aplicadas políticas que garantizaban el acatamiento de un orden establecido, con la prescripción de elementos simbólicos que respondían al modelo europeo.
Pero la identidad no sólo es el efecto de la cultura, sino también es condición necesaria para la existencia de normas, valores, creencias y símbolos que los grupos sociales internalizan como parte para de su propia entidad. La omisión de la identidad indígena como vestigio de nuestra etimología como pueblo, invisibiliza esta matriz originaria y fragmenta nuestra propia historia.
Un proceso de construcción integral de nuestra identidad nacional, nos convoca a contemplar cada uno de los espacios de nuestro territorio y hace necesaria la inclusión de las culturas que la componen para aunar la amalgama de valores que nos definen como nación. En palabras de Castoriadis (op. cit.), esta concepción entiende la cultura como una dimensión conjunta e identificadora de la sociedad que los individuos materializan en valores como una representación propia, capaz de cuestionar el etnocentrismo impuesto por la “historia oficial” para dar espacio a una legítima multiculturalidad signada por una diversidad que enaltece la estructura identitaria argentina.
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